Cuando digo cuaima, no pienso en esa serpiente ágil y venenosa, negra por el dorso, a la que tanto se le teme en Venezuela. Me imagino, en cambio, a una hembra perfecta en dimensiones, capaz de manejarse hábilmente en relaciones peligrosas y con el suficiente espíritu para asumir el adios, antes de que la rutina y el aburrimiento pasen su costosa factura.
Busco a una cuaima que me acompañe a mil kilómetros por hora en el vasto territorio de la imaginación. Que no se detenga a la puerta de lo desconocido. Que se adapte a mi forma animal. Que busque siempre la verdad y que le tema al discurso de las catedrales y de los políticos. Que escape presurosa de las frases hechas y de las doctrinas.
La prefiero salvaje, conocedora del secreto del vino y de los recovecos de la noche. Que tenga mucho kilometraje por esos mundos del pecado.
Tiene que ser inevitablemente morena y tener un corazón construido de locura y alegría.
Tiene que saber hablar con el mar y entenderse con las tempestades de mi piel.
Esta cuaima que pinto no es triste, pero sabe llorar como un río cuando se traiciona a la nobleza o se le rompen los sueños a los niños.
Esta cuaima tan especial, se arrima a las gentes sencillas, escoge las cosas más simples de la vida, y su risa liviana y transparente vuela con los pájaros. No soporta la soberbia de los poderosos ni la hipocresía de quienes se dan golpes de pecho.
Esta cuaima, esta mujer, es un ser extraño y escaso. Un ejemplar en extinción quizás, pero vale la pena buscarla para entregarle por un rato mis insomnios. Si llega a mi puerta, colocaré en mi mesa una botella de vino francés o italiano, le cantaré alguna canción de Serrat y dispararé fuegos artificiales. Puede que entonces ocurra una guerra animal.
Después la contemplaré desnuda hasta el amanecer, borracho de su belleza. Entonces, un rayo de sol la vestirá y el camino será de nuevo suyo. Porque una cuaima así, una hembra, una mujer de este calibre, no es para domesticarla en casa.
A.F.