jueves, 31 de marzo de 2011

Amar diciendo adiós

Con dos días de amor tuyo me bastan para la eternidad. Ya puedes irte. No te quedes a recoger las sobras que se formarían con los años. Vete ahora, joven, intachable, perfecta. Mujer de dos lunas que abarcan todos los espacios celestes. Aquí queda el ímpetu y el compás de dos cuerpos. Queda una esencia de yerba recién cortada y de tierras vírgenes aradas por primera vez. Vete. Que tu cabellera sea tu vela en altamar o en el horizonte de mañana. No mires hacia atrás. El pasado siempre es patético. Cabe en un resquicio turbio y maloliente de la memoria.

Anda, labra y germina este instante pero no lo añores. Vete. Abre caminos y nunca me recuerdes. Tu libertad sostiene la mía. Distantes somos más fuertes. Te convoco a ser libre. A no ser nunca nosotros. A ser tú. A ser yo. Sin forma, sin ataduras, sin compromiso. Una pareja alada difusa en el tiempo que nos contiene.

Aléjate de las costumbres. De las rutinas. No hay vida en ellas. Sólo nos hacen más débiles y mortales. Teje tu vida desde adentro mientras besas los mares y te dejas acariciar por campos de maizales. No estés mucho tiempo en ningún sitio. Aléjate del sarro, la ceniza y la sombra de los lugares cotidianos. Déjate llevar por los vientos luminosos hacia oriente o poniente. No dejes que tu cuerpo exhale aromas de carne reprimida. Ama cada vez que puedas con todos los sentidos encendidos. Ama en largas playas. Ama en otras nubes. Ama en otras voces. Ábrete aquí o allá mujer con tus húmedos pensamientos. Ábrete en la luz y en la oscuridad. Y date voluptuosa y total en cada entrega.

Yo haré lo mismo. Después de escribirte estas líneas, levantaré mi estatua para esconder tus gestos. Tu paisaje. Tu risa. Abriré la puerta de mi casa nuevamente. Me palparé para asegurarme de estar vivo y me pasearé entre otros cuerpos femeninos. Con mirada impúdica o severa. O espléndida y amorosa solicitaré rápidas entregas. No tengo tiempo para el romance y la seducción en estos días cortos como dentelladas. Pero tendré las palabras certeras. Tendré la confianza tranquila y áspera de animal al acecho de otro animal. Otro animal más blando y delicado, que me confiese sus íntimos secretos desde la ingenuidad de sus ojos. Y tendré nuevamente dos días para saciarme de ella y para que ella yazca dentro de mí, fugitivamente entregada e intacta antes de otro adiós.

Si mujer. Otro adiós porque la vida es la suma de los adioses descolgados de la mano que los agita.

A.F.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Andariego

A veces me asalta la idea urgente de coger camino. Sin rumbo. Sin destino. Sólo andar y andar como un peregrino. Sin cruzar palabra ni saludo con nadie. Sin que nadie me mire siquiera. Ser una especie de fantasma errante. Ignorado por todos. Diluyéndome por los horizontes como la bruma de las tardes. Es una necesidad de buscarme a mí mismo, fuera de mí mismo. Teniendo la certeza de que no me encontraré. De que no hay nada que encontrar más allá de este conjunto ordenado de huesos y nervios. De pieles cansadas. Vencidas por el tiempo, el roce y el abuso de otros cuerpos. Tengo los ojos envilecidos por tantas noches de insomnios. Necesito vagar. Solo vagar con una pequeña marusa al hombro y dentro un mendrugo de pan, su recuerdo y un libro de Nietzsche. Preferiblemente el de Zaratustra para recordar siempre que ningún Dios está en un recodo del camino con la mano extendida de bondad y de vida.

Atravesar desiertos y montañas. Recorrer el Orinoco, el Amazonas y el Nilo. Reconocerme diminuto, fútil. Eludir los encuentros casuales y aquellas pieles que quieran darme asilo. Despilfarrar mis pasos y mi espíritu tras los vértices de aquella mirada serena que quedó grabada en mis entrañas desde hace muchos ayeres. Porque es por ella. Para alejarme de ella que mis pies me exigen distancia y por las noches mis ojos se acuestan bajo cielos de antorchas encendidas. Cielos sin ella.

Sí, habito las contradicciones. Me serpentean todas las incógnitas. Porque el camino que no conduce a nada, en el que pretendo deshacerme no es el mismo que me acercaría a la confluencia de sus labios marcados por los pliegues del tiempo. A esa boca que no quiero encontrar sin su magia recóndita de antes. Esa boca que ahora debe estar asolada, aterida de ausencias.

Sé que me dejó su nombre escrito en las montañas y que ha vivido en las copas de los árboles retándome a seguirla. Sé que ha sido pájaro y hechicera. Que conoce todos los rituales de los amantes. Sé que invocó al sol y a la lluvia, dueña de los sortilegios y oficiante de rituales y sacrificios. Todo para llevarme de nuevo hasta ella.

Pero yo la amaré cuanto pueda, desde la distancia, mientras me alejo en la negrura de mi noche simple. Como un extraño animal que sólo se aquieta en el ínfimo desafío de la soledad. Yo seguiré por los caminos bebiendo fuego hasta por los huesos, animando funerales del miedo. Andaré con camisa o con el pecho impúdico viendo caer la muerte a mis costados. Necesito alimentarme con sustancias sicotrópicas. Así lo exige mi soledad. Prefiero que mis voces y mis pasos se extingan ahora. Yacer en el silencio ataviado de sombras. No soporto saber que su cuerpo de ayer fue golpeado por los días grotescos e inexorables de la edad. Y es que ella ya no es ella.

A.F.

martes, 29 de marzo de 2011

Café amargo

Son las diez de la mañana. Estoy sentado en un café de la Gran Vía madrileña. Me gusta madrugar (en realidad no duermo) y me siento bien. Mientras ojeo el periódico miro los rostros confusos de la gente, que como yo, leen el periódico mientras desayunan. La gente y yo hacemos un buen puñado de rostros sin cara en la cálida cafetería. La sección de noticias Internacionales me recuerda que el mundo se está volviendo loco, o tal vez siempre estuvo loco, pero la "sociedad de la información" nos lo muestra en toda su crudeza.

Decido dejar de mirar las fotos de policías Iraquíes despedazados por unas cuantas bombas. No es por los cuerpos desguazados por lo que dejo de mirar esas imágenes en blanco y negro. Es por las caras. Las caras de la gente que les rodea. Tienen miedo. No me gustaría vivir en esta Bagdad aunque sus mujeres son exquisitamente femeninas.

Bagdad ya no es Las mil y una noches. Ni la orgullosa capital de la Persia Sasánida o el fastuoso centro cultural del califato Abasí. Bagdad es muerte. No voy a entrar en culpabilidades. Odio discutir conmigo mismo. Pero no me gustan los gringos. Miento, no me gusta la cultura que le inyecta el Imperio a sus ciudadanos y al mundo. Pero cómo no habrían de gustarme personas como Scott Fitzgerald, Bukowski, Capote, Dos Passos, o Hemingway, quienes murieron paranoicos. Cómo no han de gustarme Julia Roberts o Angelina Jolie, Elvis Presley o Madonna.

Odio hablar de política y más aún conmigo mismo. Cuando uno habla mucho "consigomismo" es que está loco. Desquiciado como el mundo. Y yo creo que no lo estoy del todo.

Un camarero fofo y sudoroso, con tetas de niña gorda, me acerca el café cortado. Sonríe complaciente y se aleja bamboleando sus adiposidades. Debo tener cara de pocas pulgas o de filósofo porque ni siquiera me habla. En realidad trato de imaginar todas nuestras caras confusas y traslado mentalmente esta cafetería a una avenida de Bagdad. Pero no hay que remontarse a un lugar tan lejano para mirar la muerte a los ojos. Cuando la muerte nos toca de cerca, temblamos. Mientras tanto, desde nuestra inconsciente y ficticia seguridad, las fotos de gente despedazada y las caras asustadas de Bagdad parecen lejanas y borrosas. Sólo hay que pasar la página, y ojear la sección de deportes, para huir de ésa incómoda realidad y aun así, en mi interior algo me dice que las cosas no funcionan como deberían.

Me levanto y le regalo mi periódico a un viejo de mirada acuosa. Cuando salgo al frío sol de la Gran Vía, el aire invernal de Madrid golpea mi rostro. Tal vez un paseo por la Plaza Mayor calme mi ánimo. Al llegar a la esquina de la calle San Bernardo una voz me grita a lo lejos. Es el camarero con tetas de niña gorda que baja la calle al trote bamboleando sus fofos pectorales.

-¡Carajo! pienso, "se me olvidó pagar el café". El amargo café. Apresuro el paso. Me pierdo entre la multitud. Soy otro rostro confuso e informe en la cara hipócrita de la sociedad.

A.F.

lunes, 28 de marzo de 2011

Amor de mar

Ahhhh…. En algún lugar de la imaginación y de la memoria hay una casa vieja de bahareque, cuyo patio se moja en el mar. Hay gallinas y flores y quizás un faro a lo lejos. Apagado. No estoy seguro. Hay unas hermanas más pequeñas y otras mayores y mamá Pancha haciendo hervidos todo el día para un gentío que debe ser familia mía también. Pero no me acuerdo.

Lo que recuerdo clarito es la cara del maestro Raimundo cuando me mandaba al pizarrón a resolver un binomio de Newton. Nunca sabía por dónde empezar: “esteeee… el cuadrado del segundo más…” y el profe “¡No, no y no. Vaya, siéntese y estudie para mañana!”

Más clarito aún recuerdo aquella pila de troncos que me servía de atalaya. Había descubierto que esos palos además de ser residencia para los cigarrones, eran utilizados con frecuencia casi diaria, por una parejita que no tenía otro sintió a dónde ir. Y allí, entre aquellos olores de tierra mojada, entre las salobres brisas que el mar les regalaba, porfiaban a representar el cuadro de Adán y Eva, que estaba en casa de mi abuela hasta que una gotera empedernida acabó con él. Según y de que de ahí veníamos todos, pero nunca había entendido aquel misterio, hasta que se me reveló con sólo esperar, echado de bruces y conteniendo la respiración sobre aquella ruma de madera. Entre el binomio de Newton y esta escenita de amor, yo prefería ésta aunque después fuera un burro toda la vida. Claro, eso no se lo iba a decir a Don Raimundo.

Había otra razón más poderosa. Una tarde de sol ardiente quemando horizontes llegué temprano a mi rumorosa y fragante atalaya. Entonces vi cabalgar entre la ola y la arena constelada de conchas, a una muchacha, despeinados los rizos con destellos de sal y del crepúsculo, la camisa abierta al resplandor y al rocío. Vestía pantalón y botas altas. Cuando atravesó el viento rumbo al faro donde se cerraban las flores amarillas del abrojo (por eso ya no daban perfume ni atraían mariposas), percibí otro perfume al que no estaba acostumbrado. No sabría describirlo. Pero está fresco en la memoria.

Cuando le pregunté a mi vecina Antonia por esa chica, ella me hizo esperar hasta terminar de servir la cena: “Es la hija de un ganadero y la quieren casar con un joven de su clase que estudia para médico en Caracas”. Este fue otro factor de mi inapetencia por las matemáticas y mi pasión por ese recodo de mar. Logré hablar con ella, con Sara, en varias ocasiones, pero los sueños truncados producen mucho dolor. Retrocederé sólo hasta la última vez que la vi asomado a su ventana gracias a unas piedras que había juntado a su pared. A través de los balaustres presentía la cama con edredón de encajes, un olor de jazmín y una lámpara de aceite, frente a un cuadro del Corazón de María. Esa noche fue una sola queja de los dos, mientras crecía el lazo de la tristeza que nos unía. Tengo de esa noche, su pelo, sus manos, su boca, su saliva de naranja.

Su apellido llevaba una h intercalada. Lo supe al leerlo dos días después en su losa de granito. Tenía catorce años. Allá quedó sola bajo aquel cielo ardoroso e interminable, entre mariposas amarillas, flores de abrojo, paraulatas que anidan junta a la salina. Allá quedó con mi beso y mi promesa incumplida. Un viejo celador camina con ruido de llaves oxidadas en sus manos curtidas, acostumbradas a lidiar con la muerte.

A.F.

domingo, 27 de marzo de 2011

Amor de relámpagos

Si hubiésemos sabido construir la casa donde jugasen nuestros sueños y se juntase nuestra sangre.

Si hubiéramos organizado una huerta y un jardín pequeño bajo un trozo de sol.

Si nuestras manos hubiesen puesto la mesa más allá de las sombras.

Quizás entonces nuestros cuerpos hubiesen dormido hacia la misma aurora.

Pero no supimos darle cimiento a los abrazos, ocupados sólo en las cosas urgentes de la carne.

Así que te amé en ese instante en que los dioses esgrimen sus relámpagos y me fui, movido por la lluvia, silbando en las ventiscas. Sin saber qué buscaba.

Me fui con mis pies de silencios y tu nombre guardado en un bolsillo, sin más explicaciones que la mano extendida.

No supe cumplir los lapsos de este amor para la vida breve, para la muerte larga.

Pero en la distancia de los tiempos mi sangre es un arenal hollado por tus pasos.

De ti no sé qué ha sido. De mí, no queda sino un hombre de caminos, de costras y de herrumbres, seca el alma, erizado de insomnios y de ayunos, dando tumbos perdido entre las breñas.

Con la esperanza exhausta, cavo buscando el paso hacia otro paso, con todo el cuerpo echado hacia algún sitio, oyendo voces de encuentros que existieron.

Pero en este bolsillo donde guardé tu nombre ningún otro guardé, amor de mis relámpagos.

A.F.

sábado, 26 de marzo de 2011

Ajeno rostro

He extraviado mi rostro. Los ojos que me miran desde el espejo no son los míos. Son duros y esquivos o tristes y ausentes. Mi rostro va por la calle solo. De incógnito. Nadie lo reconoce. Ni lo saluda. Es un rostro adusto con perfil de otras tierras. Lleva el pecado curtido en su piel. Porta la rabia contenida. Y yo que pensaba que guardaba algún resto de ternuras. Alguna mirada piadosa. Pero no. Llevo las lágrimas contenidas por dentro como afluentes de ríos que no irán al mar. Llevo en él la brisa, los campos y las montañas de una extraña soledad. Buscada y odiada al mismo tiempo.

Mi rostro lleva heridas tasajeadas por dentro. Alguien le designó unos miedos y allí están listos para el colmillo y el desgarre.

Mi rostro es como el umbral de una puerta hacia la derrota. Detrás de sus labios hay sabores de mujeres lejanas amadas y desamadas como al desdén. Hay botellas de licor que aún me queman las mucosas en el paladar del cielo. Hay fantasmas de prostitutas que quieren arañarme. Hay crujidos de lechos desordenados, en algún punto de este rosto ajeno con el que me levanté hoy.

Es un rostro reclamado por arañas oscuras y mariposas de la noche, aunque ya es de día. Debe ser un rostro con deudas pendientes. Deudas con la sonrisa por ejemplo. Deudas con la frase apropiada en los labios. Deudas con el perdón y con la huida.

En este rostro que me devuelve el espejo hay discursos derrotados. Y muchos silencios. Hay charlatanes con sus decálogos deambulando entre pómulo y pómulo. Este rostro es estéril como una mujer sin útero y respira aire demencial por los poros abiertos. Mi rostro tiene la lengua por cárcel y sueña con otra cárcel donde disparen contra verbos intransitivos. O quizás tiene ya el alma en una tumba de mil puertas cerradas y no lo sabe. O ya vislumbra su propio cadáver en cualquier instante del futuro.

En mi rostro de hoy tictaquea una bomba letalmente. Mientras tanto, desato mis instintos y dejo que mi rostro reparta desesperación por todas partes. Y que corra tras la premonición y el amargo efluvio y las preguntas.

A.F.