Decido dejar de mirar las fotos de policías Iraquíes despedazados por unas cuantas bombas. No es por los cuerpos desguazados por lo que dejo de mirar esas imágenes en blanco y negro. Es por las caras. Las caras de la gente que les rodea. Tienen miedo. No me gustaría vivir en esta Bagdad aunque sus mujeres son exquisitamente femeninas.
Bagdad ya no es Las mil y una noches. Ni la orgullosa capital de la Persia Sasánida o el fastuoso centro cultural del califato Abasí. Bagdad es muerte. No voy a entrar en culpabilidades. Odio discutir conmigo mismo. Pero no me gustan los gringos. Miento, no me gusta la cultura que le inyecta el Imperio a sus ciudadanos y al mundo. Pero cómo no habrían de gustarme personas como Scott Fitzgerald, Bukowski, Capote, Dos Passos, o Hemingway, quienes murieron paranoicos. Cómo no han de gustarme Julia Roberts o Angelina Jolie, Elvis Presley o Madonna.
Odio hablar de política y más aún conmigo mismo. Cuando uno habla mucho "consigomismo" es que está loco. Desquiciado como el mundo. Y yo creo que no lo estoy del todo.
Un camarero fofo y sudoroso, con tetas de niña gorda, me acerca el café cortado. Sonríe complaciente y se aleja bamboleando sus adiposidades. Debo tener cara de pocas pulgas o de filósofo porque ni siquiera me habla. En realidad trato de imaginar todas nuestras caras confusas y traslado mentalmente esta cafetería a una avenida de Bagdad. Pero no hay que remontarse a un lugar tan lejano para mirar la muerte a los ojos. Cuando la muerte nos toca de cerca, temblamos. Mientras tanto, desde nuestra inconsciente y ficticia seguridad, las fotos de gente despedazada y las caras asustadas de Bagdad parecen lejanas y borrosas. Sólo hay que pasar la página, y ojear la sección de deportes, para huir de ésa incómoda realidad y aun así, en mi interior algo me dice que las cosas no funcionan como deberían.
Me levanto y le regalo mi periódico a un viejo de mirada acuosa. Cuando salgo al frío sol de la Gran Vía, el aire invernal de Madrid golpea mi rostro. Tal vez un paseo por la Plaza Mayor calme mi ánimo. Al llegar a la esquina de la calle San Bernardo una voz me grita a lo lejos. Es el camarero con tetas de niña gorda que baja la calle al trote bamboleando sus fofos pectorales.
-¡Carajo! pienso, "se me olvidó pagar el café". El amargo café. Apresuro el paso. Me pierdo entre la multitud. Soy otro rostro confuso e informe en la cara hipócrita de la sociedad.
A.F.
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