La india Caribe de su madre lo botó cuando en su poco entender vio clarito que el carajito no iba a servirle para mucho y ella fue a dedicarse a lo suyo. A enzarzarse con cuanto borracho salía del botiquín María Félix de Upata, pa´que le dieran ron y acordeón. De eso sabía ella bastante y así amarraba las noches con los días entre tragos y meneos. Se dice que fue más poseída que el espanto de “la llorona”, con el que asustaban a los niños para que se metiesen temprano bajo las cobijas. Claro, poseída, pero no por los espíritus.
Una tía de el Pepe recogió aquel pedazo de carne espatillao y lo lanzó en el patio del rancho. Allí creció el Pepe, junto a un cerdo que le comió un pedazo de oreja, un burro, dos gallinas ponedoras y una anciana perra llena de gusanos. De tanto oír cantar a las gallinas el Pepe gritó sus primeros cacareos a los 5 años. Cualquier forastero al pasar diría que en ese patio había tres ponedoras. Pero no, la tercera era el Pepe.
Cuando logró caminar tendría unos 8 años. Era rechoncho pero fuerte. Así que la tía le inventó trabajo. Le mandó hacer una carretilla de tablas para que le llevase o trajese cosas a los vecinos a cambio de una locha o dos caramelos. Dos años después ya era el esclavo ideal. El Pepe lleva y trae el burro a comer. El Pepe trae el agua para la casa. El Pepe ordeña la vaca del vecino. El Pepe desgrana el maíz o palea el frijol. El Pepe se para a los de la madrugada y se acuesta a la medianoche. Pero él, contento. Siempre se ríe. Nunca se cansa y habla y escupe sin cesar. Nosotros le echábamos vaina, pero lejitos de su escupitajo.
Cuando cumplió 16, nos dijo que ya era hombre porque le habían salido unos pelos negros por allá abajo. Muy orgulloso estaba. Tanto que escupía más que de costumbre. El tonto de el Pepe no era tan tonto. Le gustaba Marita, la hija de la Pachola. Cada vez que podía se escapaba a verla desnudita bajo la luna tendiendo ropa en el patio de su casa y se quedaba agachado detrás de una mata de mango, mirando aquellos privilegiados pechos de Marita, blancos y generosos. Seguramente más sabrosos que una guayaba “jecha”.
Como él nos enseñó ese mirador, nosotros lo llevamos a los nuestros. El primero era una gran mata de mango frente a la casa de Doña Concha, quien viuda desde hacía varios años, gustaba andar desvestida por su casa y por el patio y si notaba que la veíamos más adrede nos enseñaba sus protuberancias. Gozábamos verla, sobre todo, cuando entraba a un cuarto que tenía dos grandes espejos. Allí le veíamos cuatro piernas, seis senos y quien sabe cuántas otras obscenidades reflejadas. Era un festín para los ojos. Lo malo es que al Pepe en estas ocasiones la saliva le salía a borbotones y eso nos enfriaba un poco el guarapo.
También espiábamos la casa de los Guanipe, los más acomodados de Upata. Les habían traído una muchacha para las labores de la casa, desde Santa Helena de Uairén. Era una mulata de muy buen ver pero rara. Nunca pudieron obligarla a ponerse las alpargatas. Andaba siempre descalza. Al anochecer solía salir al gran patio de la casa, se quitaba la batica de trabajar y se refrescaba a sus anchas. Después arrancaba cundiamor y se lo echaba por encima con hojas flores y frutos. Así se tapaba algo de nosotros que la atisbábamos desde una rendija en la cerca de bloque. Yo creo que ella sabía que estábamos allí y hacía ese ritual para nosotros. Ritual que concluía mordiendo con fuerza un mango verde y lamiéndose luego los labios con provocación.
En esas tropelías adolescentes le fuimos cogiendo cariño al Pepe y nos acostumbramos a andar ensalivados. Un día llegó la desgracia. El Pepe se agachó a recoger unas flores que se le cayeron de la carretilla y la coz de un caballo le partió la frente.
Después sí que lo extrañamos. El Pepe era bueno y dulce como una catalina. Ni siquiera ir a verles las tetas a Marita, Doña Concha o la Mulata lograba alegrarnos un poquito el alma. Sin el Pepe. Sin el inocente Pepe nada era lo mismo.
A.F.