Hay en el azogue generoso de los espejos una metáfora de la otredad y más de un enredo narcisista, una mezcla de realidad y deseo circundantes, de tormenta y calma aparentes, de superficie firme, brillante, que sin embargo se curva y se desgarra, se hace añicos, se crispa, y nos revela un trasfondo inagotable, un universo en otro. Un cruce de formas contenidas que los pensamientos desbordan, un juicio solemne y un debate en ebullición, un juez mudo, ausente, una balanza inservible, y un coro enloquecido de testigos que deambulan por las aristas persiguiendo una única verdad que no existe. Hay también una lágrima mutilada, una sonrisa recién nacida, un apocalipsis revelador, y un crisol áureo por el que acabamos dando la vida.
Pero la mancha indeleble del aliento que acompaña nuestras palabras no desaparece jamás de los espejos.
A.F.
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