lunes, 29 de agosto de 2011

Espejos

Tienen los espejos una crueldad y un gozo literarios, una túnica blanca y un horror antiguo al vacío, un fácil paralelismo con la creación primera, unos renglones bíblicos que nos devuelven a los jardines donde fuimos el primer hombre y la primera mujer, un acento que se prodiga en las profecías y también en la ciencia, un instante de temblor y acogida, una multiplicación rápida y un eco hambriento, una semejanza ambigua que nos convierte en otros, y así nos reconcilia con nosotros mismos.

Hay en el azogue generoso de los espejos una metáfora de la otredad y más de un enredo narcisista, una mezcla de realidad y deseo circundantes, de tormenta y calma aparentes, de superficie firme, brillante, que sin embargo se curva y se desgarra, se hace añicos, se crispa, y nos revela un trasfondo inagotable, un universo en otro. Un cruce de formas contenidas que los pensamientos desbordan, un juicio solemne y un debate en ebullición, un juez mudo, ausente, una balanza inservible, y un coro enloquecido de testigos que deambulan por las aristas persiguiendo una única verdad que no existe. Hay también una lágrima mutilada, una sonrisa recién nacida, un apocalipsis revelador, y un crisol áureo por el que acabamos dando la vida.

Pero la mancha indeleble del aliento que acompaña nuestras palabras no desaparece jamás de los espejos.

A.F.

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