miércoles, 3 de agosto de 2011

La anciana que te habita

Muchacha, en esta tarde gris, te observo y veo que te habita una anciana. Sí, el tiempo se abate sobre ti y tú a tus 25 años aún no ves la madurez que te atropella. El tren de arrugas que avanza avasallante. Ya veo el color amarillento de tu dentadura. La piel seca y desvencijada. Veo hoy todo ese horror y me espanto de la brevedad que somos y que eres.

Pasarán por tu vida como asaltos, rostros taciturnos, gritos, ídolos falsos, objetos perdidos en la calle, viajes, hurtos, altas soledades. Aún te quedan las horas de la desesperación y la melancolía. Las horas de los amores y rechazos. Y mientras, a pasos agigantados, la vieja engorda, se desarrolla, se afea en tus adentros sin que la veas. Agazapada en tus entrañas espera el instante de mostrarse y borrar de un zarpazo tus sueños y tu lozanía.

Ya veo el momento en que se clausura tu zona de deseo. Se seca y se hace inerte tu feminidad. Es triste sí, pero ahí viene el tiempo a visitarte en la curva de una calle o en el rincón oscuro de un cine. Entonces, casi de repente se te escurren los recuerdos por el cuello. Se enroscan en tu sueño. Te persiguen en busca de pupilas que los reflejen y las tuyas ya están apagadas. Y llega ese momento en que no sabes si la vida es o fue.

Un pedazo de ti rompe la niebla. Otros pedazos se disuelven en la geografía. Tu espíritu se oscurece sólo unos años más allá. Entras a tu propio crepúsculo. Ya no hay luz, ni lujuria, ni alegría en tu pecho despojado. Con la velocidad de un relámpago perdiste el furor de tus veinte años.

Muchacha, la anciana que hay en ti penetra en el lecho, dócil. Se acomoda con cierto esfuerzo. Hay un rastro de dolor en su rictus y un instante después, con los labios salados, se apaga como un fogón sin leña. Así que ahora, que aún eres certeza, abre la noche de tu vida y ama sin cuenta y sin restricciones. Palpita. Asume dolores y alegrías y fúndete en ellas mientras los años caen como rocas enormes sobre ti.

A.F.

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