lunes, 28 de marzo de 2011

Amor de mar

Ahhhh…. En algún lugar de la imaginación y de la memoria hay una casa vieja de bahareque, cuyo patio se moja en el mar. Hay gallinas y flores y quizás un faro a lo lejos. Apagado. No estoy seguro. Hay unas hermanas más pequeñas y otras mayores y mamá Pancha haciendo hervidos todo el día para un gentío que debe ser familia mía también. Pero no me acuerdo.

Lo que recuerdo clarito es la cara del maestro Raimundo cuando me mandaba al pizarrón a resolver un binomio de Newton. Nunca sabía por dónde empezar: “esteeee… el cuadrado del segundo más…” y el profe “¡No, no y no. Vaya, siéntese y estudie para mañana!”

Más clarito aún recuerdo aquella pila de troncos que me servía de atalaya. Había descubierto que esos palos además de ser residencia para los cigarrones, eran utilizados con frecuencia casi diaria, por una parejita que no tenía otro sintió a dónde ir. Y allí, entre aquellos olores de tierra mojada, entre las salobres brisas que el mar les regalaba, porfiaban a representar el cuadro de Adán y Eva, que estaba en casa de mi abuela hasta que una gotera empedernida acabó con él. Según y de que de ahí veníamos todos, pero nunca había entendido aquel misterio, hasta que se me reveló con sólo esperar, echado de bruces y conteniendo la respiración sobre aquella ruma de madera. Entre el binomio de Newton y esta escenita de amor, yo prefería ésta aunque después fuera un burro toda la vida. Claro, eso no se lo iba a decir a Don Raimundo.

Había otra razón más poderosa. Una tarde de sol ardiente quemando horizontes llegué temprano a mi rumorosa y fragante atalaya. Entonces vi cabalgar entre la ola y la arena constelada de conchas, a una muchacha, despeinados los rizos con destellos de sal y del crepúsculo, la camisa abierta al resplandor y al rocío. Vestía pantalón y botas altas. Cuando atravesó el viento rumbo al faro donde se cerraban las flores amarillas del abrojo (por eso ya no daban perfume ni atraían mariposas), percibí otro perfume al que no estaba acostumbrado. No sabría describirlo. Pero está fresco en la memoria.

Cuando le pregunté a mi vecina Antonia por esa chica, ella me hizo esperar hasta terminar de servir la cena: “Es la hija de un ganadero y la quieren casar con un joven de su clase que estudia para médico en Caracas”. Este fue otro factor de mi inapetencia por las matemáticas y mi pasión por ese recodo de mar. Logré hablar con ella, con Sara, en varias ocasiones, pero los sueños truncados producen mucho dolor. Retrocederé sólo hasta la última vez que la vi asomado a su ventana gracias a unas piedras que había juntado a su pared. A través de los balaustres presentía la cama con edredón de encajes, un olor de jazmín y una lámpara de aceite, frente a un cuadro del Corazón de María. Esa noche fue una sola queja de los dos, mientras crecía el lazo de la tristeza que nos unía. Tengo de esa noche, su pelo, sus manos, su boca, su saliva de naranja.

Su apellido llevaba una h intercalada. Lo supe al leerlo dos días después en su losa de granito. Tenía catorce años. Allá quedó sola bajo aquel cielo ardoroso e interminable, entre mariposas amarillas, flores de abrojo, paraulatas que anidan junta a la salina. Allá quedó con mi beso y mi promesa incumplida. Un viejo celador camina con ruido de llaves oxidadas en sus manos curtidas, acostumbradas a lidiar con la muerte.

A.F.

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