Atravesar desiertos y montañas. Recorrer el Orinoco, el Amazonas y el Nilo. Reconocerme diminuto, fútil. Eludir los encuentros casuales y aquellas pieles que quieran darme asilo. Despilfarrar mis pasos y mi espíritu tras los vértices de aquella mirada serena que quedó grabada en mis entrañas desde hace muchos ayeres. Porque es por ella. Para alejarme de ella que mis pies me exigen distancia y por las noches mis ojos se acuestan bajo cielos de antorchas encendidas. Cielos sin ella.
Sí, habito las contradicciones. Me serpentean todas las incógnitas. Porque el camino que no conduce a nada, en el que pretendo deshacerme no es el mismo que me acercaría a la confluencia de sus labios marcados por los pliegues del tiempo. A esa boca que no quiero encontrar sin su magia recóndita de antes. Esa boca que ahora debe estar asolada, aterida de ausencias.
Sé que me dejó su nombre escrito en las montañas y que ha vivido en las copas de los árboles retándome a seguirla. Sé que ha sido pájaro y hechicera. Que conoce todos los rituales de los amantes. Sé que invocó al sol y a la lluvia, dueña de los sortilegios y oficiante de rituales y sacrificios. Todo para llevarme de nuevo hasta ella.
Pero yo la amaré cuanto pueda, desde la distancia, mientras me alejo en la negrura de mi noche simple. Como un extraño animal que sólo se aquieta en el ínfimo desafío de la soledad. Yo seguiré por los caminos bebiendo fuego hasta por los huesos, animando funerales del miedo. Andaré con camisa o con el pecho impúdico viendo caer la muerte a mis costados. Necesito alimentarme con sustancias sicotrópicas. Así lo exige mi soledad. Prefiero que mis voces y mis pasos se extingan ahora. Yacer en el silencio ataviado de sombras. No soporto saber que su cuerpo de ayer fue golpeado por los días grotescos e inexorables de la edad. Y es que ella ya no es ella.
A.F.
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