viernes, 1 de abril de 2011

Manuel y María

Corría el verano ardiente sobre las rocas del macizo guayanés. El sol era una bola de fuego quemando nubes en su lento recorrido hacia el cénit. El río Caroní, azul añil, era una cinta estirada que pintaba cinturas, hasta penetrar de súbito en el bajo vientre marrón tierra, del Orinoco. En ese encuentro, en ese abrazo de aguas salvajes se perpetuaba una cópula perenne. Ríos verriondos los dos, dioses de las aguas los dos, no tenían límites para su íntima relación milenaria.

Tampoco tenían límites el ansía, el deseo y la curiosidad que sentían los dos vírgenes adolescentes, Manuel y María, que echados sobre la arena, unos quinientos metros más arriba de aquel orgasmo acuático, empezaban a descubrir que sus pieles se atraían y ardían, como si alguien les hubiera encendido una hoguera en sus entrañas.

Con sus trece años a cuestas, los dos se habían fugado del colegio tras una pasión que se les había metido por los poros, el día que él, tembloroso e inexperto, había rozado los labios de ella, y ambos se estremecieron, sacudidos por una descarga eléctrica que les erizó cada nervio y cada milímetro de piel.

Vistos a lo lejos, los cuerpos desnudos e inexpertos eran un mínimo paisaje de brazos inquietos y desordenados, que temían arder ante el avance de sus cuerpos en fricción. En ese vasto y breve espacio que los unía, estaban libres como el sonido del viento, pero atados a otra vida mayor y todavía incierta, que no saben si es de este o de otro sueño.

¿Se dicen algo con ese juego de manos fugitivas y curiosas, o sólo es una confusión de cabellos, dedos y larga piel sobre la extensión de su inocencia?

El, ante el asombro de saberla poseída, sólo atina a murmurar promesas imperfectas, en medio de las ráfagas de besos que vienen y van.

Ella, sin quererlo, piensa en cosas sin sentido pero que le traen calma al agite de su pecho. Pronuncia palabras que no son suyas y que enterrarán en esas arenas, el sol y las aguas guayanesas.

Colmados los cuerpos, él siente la tímida certeza de que esos minutos estarán en sus ojos de mañana, y que ella será siempre su palacio, su refugio y su canto. Ella no piensa en mañana.

Ellos aún no lo saben. El sol y el río sí. Mañana el amor será sólo este remoto ardor de hoy. Será la soledad que en él nace y de él va, hasta no ser más que el recuerdo de lo pasado.

Cuando veinte años más tarde, Manuel regrese a hurgar estas arenas buscando lo que tuvo aquí, no lo recibirán las mismas aguas ni el mismo sol. En el mismo punto de los besos de ayer, una chicharra asesinada yace, sin luto o llanto, inútil cosa muerta debajo del sol, destrozadas voz y alas, igual que su amor. Los dos ríos en cambio, se amarán con el mismo ímpetu del principio de los tiempos.

A.F.

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