Los segundos, hombres montaraces, libres, cuya fe estaba en el fondo de los ríos que le proveían alimento. En el bosque lleno de frutos. En las montañas que los albergaban. En el enigma del sol y de la luna. Hombres ajenos a los dioses capuchinos y renuentes a la enfermiza manía de los curas que les querían imponer un dogma ajeno a su selvática cultura. Dos razas. Dos mundos. Dos culturas en el crisol de las hibridaciones, pugnando por mezclarse en el corazón de las selvas guayanesas.
Pinto estas escenas como si las hubiera recogido hace siglos con una cámara de cine que aún no se había inventado. Asumo que son tristes escenas. Una violación de razas y culturas. Y yo que tengo extirpe extranjera (no por voluntad propia) habría querido ser parte sufrida de los invadidos. Habría querido ser un experto con el cuchillo, el arco y la flecha y sumarme a la batalla por defender la dignidad de esa raza indígena. Habría querido ser indio, libre, dueño de selvas y ríos. Hermano imperceptible de la salvaje vegetación. Armónico con ella.
Sí, rechazo mi herencia de conquistador. Quisiera borrar de mi pasado a soldados y curas, a reminiscencias de reyes y de imperios, a violadores, ladrones e intrusos de toda extirpe. ¿Qué derecho tenían mis antepasados a invadir lo que llamaron el nuevo mundo, e imponer con la espada y la cruz, a sangre y fuego su “cultura”?
Dejo esa cámara de cine imaginaria filmando a una tribu Yanomami 6 siglos atrás. Disfruto su vida solidaria. Sus costumbres sencillas. Su conciencia de que son parte viva del planeta y lo respetan. Su vida libérrima y auténtica. Su cosmogonía y su conexión con las fuerzas telúricas. Y yo entro, seis siglos más joven, por el lado derecho de la pantalla y me mezclo con ellos para heredar su piel y su origen. Para ser simplemente un indio más en esas tierras mágicas. Al fin tengo una identidad.
A.F.
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