lunes, 27 de junio de 2011

Emigrantes

Llueve. Atravesando la densa neblina de la madrugada, sobre un carromato de bueyes, el muchacho y su madre salen hacia los mares. Emigran sus ojos húmedos que se niegan a abandonar las paredes de piedra. Emigran también el frío y los colores grises. Lloran las ruedas de madera medievales. Lloran los mirlos y las golondrinas. Lloran las raposas.

El muchacho piensa que la vida es un largo cadáver sin enterrar. En la memoria de la mujer bullen los sonidos de guerras recientes. Los hombres matan a otros hombres. Nadie sabe la razón profunda de la sangrienta guerra. Una guerra que no estranguló al lobo, no acabó al lobo, no mató al lobo. Fue la guerra del hombre contra el hombre. Hermanos contra hermanos. La guerra la perdió el hombre, ese doloroso animal en malaventura, ese amargo animal que no escarmienta. La mujer piensa que la guerra se llevó a los hombres. Se robó a los hombres.

Llueve. Quizás llueve con cortesía, amor y serenidad sobre el campo verde y desierto, sobre el centeno y el maíz. A lo mejor llueve a golpes y súbitos arrebatos porque también a la lluvia le han robado su aire. Sus amores. Su historia. La mujer piensa, el niño llora. Los dos lloran. Los dos llueven. Llueve como llovió toda la vida.

Ellos no recuerdan otra lluvia ni otro color ni otro silencio. Sólo saben que se van. Que el hogar de piedras centenarias va quedando enterrado atrás bajo los grises. Llueve con lentitud, con mansedumbre con monotonía. Llueve sin principio ni fin. Llueve a miedo y despedida.

A ella siempre le habían dicho que las aguas vuelven siempre a su cauce y no es verdad. Lo entiende ahora mientras oye cantar de nuevo al mirlo con un canto diferente. No es armonioso y afinado. Es un poco más triste y opaco. Parece que sale de la garganta de un pájaro fantasmal. De un pájaro enfermo del alma o de la memoria. Pudiera ser que el mirlo estuviera más viejo y desilusionado. Pudiera ser que su canto sea de duelo ante la partida de los dos.

Mientras se aleja la carreta, ellos perciben algo distinto en el aire. Es un ritual de ausencias. Recuerdan quizás a los que cruzaron mares. A los hombres que dejaron ya de respirar. Recuerdan que por esos montes rodaron cabezas y vilezas. La tierra era del mismo color del cielo, también de la misma noble o nostálgica materia. Ellos se van y la raya del monte se borra detrás de la lluvia silenciosa. El verde blando y el gris ceniciento sirven de cobijo a los dos seres tullidos por el frío. Se van. Se van…

Llueve sobre las aguas de los cinco ríos. Llueve sobre los carballos y los castaños, sobre los salgueiros y las cerdeiras. Sobre los hombres y las mujeres que salen con el arado al amanecer. Llueve sobre los tojos y los helechos y la edra solemne. Llueve sobre los vivos y los muertos. Llueve sobre los que se van. Llueve seguido y sin ninguna prisa sobre la hierba, las piedras de los caminos y los techos de pizarra.

Están frente al mar y el viejo buque. Cesó la lluvia. Ya no saben de qué escapan. ¿De la soledad? ¿De la tristeza? ¿De la muerte? Quizás escapan de esa necesidad habitual que es la muerte. De esa vieja costumbre que es la muerte. ¿O escapan de la memoria? ¿O buscan la memoria? Los emigrantes nunca lo saben en lo profundo cuando se destierran. Pero son proscritos de ellos mismos.

A.F.

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