martes, 31 de mayo de 2011

Dulce Ramona

Ramona. Si creo que le decían así en las afueras de Barinitas. Se cuenta que el padre era un gallego que pasó por el pueblo rematando unas yeguas robadas y en sólo siete días pasó por las armas a cuanta doncella encontraba por esos caseríos. El gallego era bien plantado y no se le hacía difícil mondar pantaletas entre los maizales o entre las rocas de un riachuelo, ahí mismo en el pie de monte andino. Lo de las pantaletas es un decir porque por esos montes muchas mujeres llevan al aire su dotación íntima por aquello de los calorones. Así les entra brisa fresca del campo y ellas andas más libres y felices.

Ramona fue un buen producto de esos cruces del gallego. Tenía buenas carnes y mirada provocativa. A los quince tuvo su primer marido: un campesino palúdico que no le aguantó seis meses los arrebatos pasionales. A cada montada el pobre se iba apagando como una vela con poca cera. Pero murió feliz: “empiernao” como se dice por allá. Ramona lo enterró en el patio para no gastar. Total tierra es tierra. El difunto le dejó al menos unas vacas y un conuco. Ramona se las ingeniaba para que los pocos mozos del pueblo le trabajaran el conuco y le ordeñaran las vacas y a cambio ella les ofrecía sus huertos femeninos en un chinchorro colgado entre dos matas de mango.

Algunos hombres que iban de paso también probaron sus mieles. Claro algún regalito siempre le dejaban. Así fue armando una colección de animales que daba envidia. Tenía un perro lulú, un gato de Angora, un descomunal guacamayo de mil colores, un perico verde, una tortuga, un mono tití y dos cisnes que iban de un pequeño pozo del patio hasta el río. Siempre volvían glamorosos.

A Ramona le gustaban mucho los animales, excepto los que sirven para algo como las vacas, las gallinas y los cerdos. Tenía un alazán de 20 años. Su pequeña cultura ya le permitía decir: “los caballos son como los hombres hermosos y vacíos”.

Menos al loro, le puso nombre a todos los animales. El perro se llamaba Wilde y dormía con ella (se cree que sólo dormía). El gato, King. El guacamayo, Arrecho. El mono, Jeremías. La tortuga, Totona (por cariño). El caballo, Caruso y los dos cisnes, Rómulo y Reno.

Al gato lo capó sin pensarlo dos veces porque una noche que la carne le pidió carne se marchó y no volvió hasta la mañana siguiente, sucio, triste, herido y hediondo. Y claro, después de capado ya no volvió a escaparse. ¿Para qué? El guacamayo era azul, blanco y rojo como la bandera francesa, aunque tenía muchos otros matices. Vivía atado a una vieja percha con una cadenita que le permitía bajar, subir, trepar y descolgarse por el pie de la percha, sin demasiado entusiasmo y con gesto de resignado aburrimiento. Sólo se divertía un poco cuando a Ramona se la meneaban en la hamaca. Entonces miraba fijo con un solo ojo como si entendiera.

El mono tenía la sana costumbre de masturbarse. Pero al infeliz, cuando estaba en pleno apogeo le daban unos ataques de tos que le enfriaban el guarapo. El piripicho le quedaba colgado como un moco rojo. Qué asco decía Ramona y pasaba tapándose la nariz. Los cisnes navegaban su hastío con elegancia. Los dos eran machos y no sabían masturbarse. En casa de Ramona el único animal no señalado por la murria era el caballo que se distraía matando moscas con el rabo. Y vaya que moscas no le faltaban.

Ramona tenía el pecar saludable y gozón. Los pezones grandes y oscuros, duros y dulces. Miraba con los ojos azules del gallego y era mandona y atravesada en la cama. A sus 20 años jodía con sabiduría y despotismo. No aprendió a leer ni a escribir, pero el oficio de la hamaca lo ejercía tan bien que nunca le faltaba macho esperando turno. Ramona era una cerda caliente, siempre guardaba calor aunque bajase el frío de los páramos en la noche. Era una máquina de dar calor y gusto. Me alegro de haberla conocido fuera de la hamaca. La pobre ya debe estar viejita si vive. Debe estar cerca de los 40.

A.F.

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